DOMINGO XXII, 3 de Septiembre del 2017

EVANGELIO
[El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo.]
Del santo Evangelio según San Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadirlo, diciéndole: “No lo permita Dios, Señor. Esto no te puede suceder a Ti”. Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres!” Luego Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla? Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces le dará a cada uno lo que merecen sus obras”. Palabra del Señor.

REFLEXION
Los discípulos no lo comprendían, todo iba tan bien; si Él era el Mesías (Evangelio del domingo pasado), ¿no se suponía que Él tenía que reinar en Israel y expulsar a los Romanos? ¿Por qué morir?
Tocamos aquí un tema fundamental para Jesús: la muerte. De nada serviría establecer un Reino que no pudiera vencer la muerte. Es decir, si su Buena Nueva pretendía darle un sentido a toda la existencia del hombre, este anuncio tenía que tener una postura ante la muerte como realidad inminente y fatídica de todo hombre.
Muchos hombres han buscado proponer un orden personal y social que permita vivir felices a todos los hombres, pero todos y cada uno de ellos se ha topado al final del camino con esta última realidad del hombre: la muerte.
Todos los reinos del mundo, desde el más sencillo hasta el más poderoso terminan aquí. El emperador romano y el más miserable de su reino terminaron siendo parte de la misma tierra. Por eso, si Jesús anunciaba un Reino distinto a todos los reinos del mundo, tarde o temprano tenía que enfrentarse con esta realidad.
Ahora, Jesús comenzaba a percibir cuál sería su destino por varias razones: se reconocía como profeta (los cuales habían terminado asesinados por su pueblo), había sido acusado de blasfemo (acusación que merecía la muerte), también de curar por Beelzebul (otra acusación que merecía la muerte), había llamado “zorro” a Herodes (quién había matado a Juan El Bautista), había desafiado a las autoridades violando el sábado, acercándose a los pecadores y llamándoles hipócritas, asesinos, sepulcros blanqueados.
Por encima de todo esto, estaba la conciencia (que vimos en la primera lectura con Jeremías) de estar haciendo lo correcto; es decir, de estar haciendo la voluntad de su Padre. Por lo tanto, no es que Él buscara la muerte, pero sabía que el hacer la voluntad de su Padre le podría ocasionar esta muerte y no estaba dispuesto a “comprar” unos años más de vida por traicionar su misión de hacer la voluntad de su Padre. Aquí entendemos perfectamente las últimas palabras de este Evangelio: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?”
Jesús está convencido que si pone su confianza en Dios, su Padre no lo dejará sólo. Jesús tiene la certeza que el dador de la vida, de la verdadera vida, es Dios y no el hombre; y que si Él le es fiel, su Padre no lo abandonará en la muerte. No estamos hablando que no lo dejará morir, sino que no permitirá que la muerte lo venza.
¿Cuál es el problema con Pedro y los demás discípulos? Ellos buscan esta vida, la vida que se acaba, y no han podido ver más allá de ello. Por eso Jesús amonesta a Pedro: “Tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”.
¿Qué nos enseña Jesús?
Primero: que todos tenemos una misión a la vida eterna y no debemos permitir que el miedo, la pereza, la inconsciencia, nos lleven a aspirar a menos. Todos estamos llamados a vivir en plenitud nuestros dones y seguir la voz de nuestra conciencia, pero ¿cuántas veces no hacemos nuestros principios y nuestra conciencia a un lado con tal de sentirnos aceptados, de alcanzar una posición social más relajada, de “deshacernos” de alguien no deseado, o por alcanzar metas humanas, que al fin y al cabo pasarán?
Segundo: Muchas veces pensamos que vivir los valores evangélicos (amor, perdón, solidaridad con los más pobres, rectitud, sinceridad, etc.) le toca sólo a aquellos que quieren ser “muy radicales” en su manera de vivir la fe. Pero en realidad, ser cristiano y no esforzarse por vivir estos valores con radicalidad no tiene sentido. Ser cristiano es seguir a Cristo, el cual vivió su amor y su fidelidad hasta la cruz. Nosotros, seguimos sus pasos para “agradecer” la vida eterna que ya nos fue conseguida por Él, no para “merecerla”; ¿podremos regatearle a Cristo nuestro amor?
Por último: ¿A qué vida le estoy apostando? ¿A la vida que terminará, o a la vida eterna?
Esta semana podríamos esforzarnos por hacer a un lado algún vicio personal que nos aleja de la verdadera vida y sólo deja vacío en el interior; o tal vez, decidirnos a dar ese paso hacia la vida que tanto nos ha costado: perdonar, ceder, hablar… sólo Dios y tu saben qué te ha faltado para caminar con Cristo hacia Jerusalén.

Por tu Pueblo,
Para tu Gloria,
Siempre tuyo Señor.

Pbro. Héctor M. Pérez V.